martes, 15 de marzo de 2016

EL FILOSOFO DE LAS VÍAS ....de los periodicos.

Álvaro Ruibal (ERO)

   

Viajaba en un coche 4000 de la línea I del metro barcelonés, cuando los continuos zumbidos del chopper, me trajeron a la memoria un mote que leí en una columna de un periódico: El metro trompetero.
Aquel mismo día, mi amigo Carles, me envío una hoja de hemeroteca con un texto sobre el tranvía de Granada firmado por ERO.
Como sea que, supersticiosos que somos, y poco dados a creer en casualidades, intuimos que algún recorte de nuestra colección quería salir a la luz, y nos pusimos a la búsqueda del “Metro trompetero”, primero en nuestras carpetas y como que  ésta resultó infructuosa, recurrimos a la hemeroteca.
Allí,  ¡oh maravilla!, salieron infinidad de textos, hemos llegado a recolectar más de 1000 artículos entre los  años 1962 y 1973. En  su columna " la Calle  y su  mundo" ERO (Álvaro Ruibal) realizó durante casi 40 años una crónica casi enciclopédica  de la vida ciudadana.
Como no, el tranvía  fue protagonista  como elemento del paisaje urbano de los años sesenta en que se iniciaron sus crónicas, además, a diferencia de muchos articulistas de la época, en ellas no se apercibía la acidez     anti  tranviaria promovida por los lobbies de la época; él, como con la mayoría de temas, los trataba con cariño y respeto, tal vez con un aire de nostalgia.
Sin embargo a pesar de esta búsqueda, no hemos conseguido dar con “El metro trompetero” que creemos publicada 1988 y 1990.
En fin toda tarea tiene su premio, el nuestro ha sido encontrar unos fantásticos textos  que queremos compartir:


UN TRANVÍA QUE VIVE SU VIDA
Este es el 29 con su remolque, su jardinera de barrios bajos. 
De todos los tranvías barceloneses, el 29 es el único comodón e inteligente, un tío vaina que vive una existencia sosegada, sin mayores sobresaltos y aventuras.
El 29 no tiene, como los atletas, cinta de salida ni meta de llegada, comienzo de carrera y final de trayecto: él anda a lo suyo. Si partir es morir un poco, ignora, cachazudo, los lloros y amarguras de las despedidas.
Tampoco le hacen al 29 la dolorosa operación, sin cloroformo, de cambiarle el trole:
«El trole, trole, (role,
el trole del tranvía..J»

El amo de los tranvías, un señor gordo y muy cuco que tasca un veguero en su despacho, deja al 29 hacer lo que se le ocurre, porque sabe —para eso es el dueño— que no puede escaparse de su cerrado circuito.
Otros coches, en los suburbios alejados, sin la mirada fiscal de los vigilantes, son capaces, los muy ladinos, de zafarse de su servidumbre, y aparecer en un pueblo lejano convertidos en autobuses de línea; y también la aparición de misteriosos ladrones de tranvías, poseedores de una técnica de enmascaramiento y trueque de motores, ruedas y pinturas, hacen posible su transformación en cómodos y petulantes autocares. El amo de los tranvías deja a este cacharro circular a su modo y antojo, ya que siempre sale derrotado a la hora de las reprimendas y de las broncas:
—¡Usted no sabe el molote que había en el monumento a Colón...!
Al tomarlo, por ejemplo, en el Arco de Triunfo, debemos fijarnos en sus reacciones humanas y sentimentales. Le observaremos lento o apresurado por su complejo recorrido. El 29 camina sereno por el barrio borbónico, a lo largo de la verja de la Ciudadela, para ponerse a tono con la dinastía, y nos cuenta chuscas anécdotas del general Prim y del conde de España. Se detiene a beber en la fuente de la plaza de Palacio, para que los viajeros contemplen el pétreo clasicismo de la Lonja. Permite a los pasajeros breves divagaciones líricas en la plaza de Medinaceli, nos indica los gallardetes de las poderosas  compañías navieras, e incluso, de paso, nos da noticias sobre las reales Atarazanas.
Pero el Paralelo es su ambiente. Trepa cascabelero por la cuesta donde los cigarros puros de las chimeneas fabriles lanzan en verano sus humos de carbón, y el tiovivo da vueltas en el tejadillo de la continua verbena callejera. ¡Ay, el 29 cruzando el Peñón de Gibraltar!... Entonces guiña el ojo a Carmen Morell, sobre todo ahora que se ha separado de Pepe el de Logroño, y dejando hasta dentro de media hora escasa aquel Cafarnaum, se escurre por la espesura mesocrática de la Ronda, que, a veces, desprende reflejos parisinos. Se para una y otra vez en las plazas de Cataluña y Urquinaona, y saludando a los empleados mercantiles, acaba su ronda para volver a girar sobre el antiguo contorno de Barcelona.
A este tranvía cordial, de recorrido atrayente, le importen un pito los avances urbanos de la ciudad. Le tienen sin cuidado las planificaciones recientes. El, sin mayores prisas, va cumpliendo su misión de transporte; él, con parsimonia; él, tranquilo...—ERO. 
 (MIÉRCOLES 7 DE FEBRERO 1962  LA VANGUARDIA)


EL FILOSOFO DE LAS VÍAS

Arrecia la lluvia, a latigazos, y me refugio en una marquesina de  la plaza de Urquinaona a charlar con mi amigo el gallego, guardián de las agujas tranviarias:
—¡Está nevando en Lugo, compañero —le digo—, y en su pueblo andará el lobo rondando por los corrales!
—¡Bah!, el lobo acecha por sitios de ganado, y ya sabe usted que la carne es la mayor riqueza de una nación... Peor que el lobo es estar aquí ocho horas seguidas pinzando con la barra los carriles.
La propaganda nos ha ido entonteciendo. Nos dice que aquí no llueve ni hace frío, y cuando llegan ambos elementos, que por desgracia aparecen todos los años, nos sorprenden dormidos en la cama. ¡Claro que nos encuentran en la cama, diga usted que sí!... Las turbonadas denuncian la vejez de los pavimentos llenos de baches, la incapacidad de los alcantarillados, que convierten las calles en torrentes y lagunas, y las aceras sin el suficiente declive. Y ahí están, como reos en la picota los humildes guardagujas a la intemperie, mojados, maltrechos y tiritando.
—¡Fíjese en el camarada que vigila los cables de los trolebuses!
En efecto, el maniobrero de los cables se resguarda del agua en una pirámide de lona. Este, bajo la tela permeable, y mi amigo, en la marquesina, con su hierro en la diestra y el pantalón húmedo hasta la rodilla, embufandado y con toses de gripe, constituyen una amenidad de novela costumbrista con resabios decimononos.
Estos minúsculos temas urbanos serían divertidos, propicios a situaciones de sainete, si no fuera que unos hombres modestos y sufridos soportan los rigores del frío y de la humedad ocho horas diarias en medio de la indiferencia general. Uno, a pesar de su patetismo, no acierta a explicarse el porqué de estos crueles anacronismos en una época de  cosmonautas y proyectiles dirigidos. Cuando le digo esto al gallego, sonríe con sonrisa agraria y me replica:
— Este oficio es la última carta de la baraja, pero alguien tiene que hacerlo y me ha tocado a mí el sambenito de la...
—No todo será lluvia y viento helado; alguna vez pasarán cosas divertidas.
—Pues si se observa que mientras las mujeres cruzan guapas y rozagantes, los hombres se queman corriendo de la ceca a la meca con carteras, muestrarios y otras pejigueras. Es que, sabe usted, se trabaja sin sentido, un poco a lo loco...
Quizá el gallego de las vías, con su filosofía campesina, tenga en el fondo una miaja de razón. Pero, por una burla del destino, él no se quema en la vorágine de la ciudad, sino que se hiela con su palanca y su cubo con unos leños ardiendo, calefacción primaria que  recuerda la estampa de un centinela montando la guardia a la vera de los cañones trémulos.
—Vénguese del destino mandando el 29 a la Diagonal y el 30 al Arco del Triunfo; organice con ellos una de bandidos y avíseme para ver qué pasa...
—No crea que no le he pensado muchas veces...
Nos despedimos bajo la lluvia; él se queda medio muerto de frío y yo me cuelo en el metro a espantarlo. La vida es un poco de frío y un poco de calor repartidos a partes iguales. — ERO. 
(MARTES 27 DE FEBRERO D E 1962  LA VANGUARDIA)



VIAJE EN TRANVÍA
El viejo tranvía de Washington, nuevo en esta plaza, cabeceaba como un navío entre salseros por el piélago de la Gran Vía. Es azulado el coche, aerodinámico, elegante, y su esquila suena diáfana como campana campesina llamando en la paz de la aldea a un bautizo o un casorio de rumbo. El tranvía parece que avanza por carriles engrasados, se detiene, subo a la plataforma y veo al conductor manejando muy tranquilo los pedales:
—¿Qué tal el coche? —le pregunto.
—¿Qué quiere que le diga? Un coche como todos...
Me molesta la manía española de la igualación gratuita y a ultranza. Porque el tranvía de Washington, novato en estos recorridos, es distinto de sus compañeros. Ignoro si su motor es mejor o peor, si se suelta el trole, si brinca como un saltamontes por las pendientes o se desliza con la articulada amabilidad del Talgo. En mi corto viaje, de Tetuán a la plaza de la Universidad, se me antojó que su suspensión es de colchón, que se embala con rapidez y que rueda suave y silencioso. Acostumbrado a encaramarme en ejemplares de la prehistoria tranviaria, el Washington semeja un cohete que se atornilla en el espacio urbano, impulsado por un certero mecanismo de relojería. El conductor, repantigado en su asiento, mueve los pies para que el coche pare, arranque y acelere. Por lo visto, el nuevo coche viejo, tenía calefacción, que se le inutilizó no sé por qué motivos, y era dé vía estrecha, como el de Badalona. Pero sin calefacción y ancheado de ejes, rueda por nuestras calles como un veterano de la compañía.
¿Qué puede hacerse en un viaje en tranvía? Como los periplos son lentos al viajero le sobra tiempo para contemplar a su antojo el paisaje ciudadano. El arbolado está desnudo rematada la poda, y se nos van los ojos a los muñones de las ramas. Nos fijamos sin querer en la bondad arquitectónica de las casas. En la Gran Vía unas casas son feas y otras hermosas, unas son modernistas, aquéllas de aire clásico, con frontones, y éstas funcionales y modernas. El panorama a diestra y zurda semeja un abigarrado mosaico.
Es extraño este desfile de fachadas alineadas en los bordes de la Gran Vía que oteamos desde el tranvía basculante. Y nunca como ahora añora la sombra del arbolado. Rematado el recorrido, junto a la Universidad, siento cierta sensación de alivio y rememoro a Rogent, quien por lo menos, estuvo a la altura de su tiempo y su circunstancia.  El tranvía, está detenido en el cruce. El guardia va a tocar el pito. Nos apeamos y el gallego que conduce el vehículo canta indiferente su nostalgia de soldado de artillería:
Quinto si te impacientas
pégate un tiro,
que yo no me lo pego,
que estoy cumplido. — ERO.
(MIÉRCOLES 6 DE MARZO DE 1963  LA VANGUARDIA)




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