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Ómnibus Panthéon-Courcelles por Pierre BONNARD |
Buscando datos sobre la
implantación de los ómnibus en España i concretamente de la compañía Central barcelonesa
de ómnibus, dimos con una pequeña joya, la narración “costumbres de París.- los ómnibus, los caballos de París,
y el mercado de perros” cuando en nuestro país aparecían las primeras líneas
regulares de ómnibus de la mano de las compañías de ferrocarril, un viajero
ingles nos ilustraba sobre el estado del transporte urbano en París a mediados
del XIX.
Este artículo, al parecer correspondía
a una traducción de “la Revista Británica” y no hemos dado con su autor.
Por su interés hemos decidido reproducir los dos
primeros capítulos.
13 de enero de 1853. — La Gaceta de Madrid
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Upiano Checa Paris Canvas Huge |
COSTUMBRES DE PARIS.- LOS OMNIBUS,
I LOS CABALLOS De PARÍS
Después
de desayunarme temprano, y de haber escrito algunas cartas, me dirigí, sin formar
proyecto alguno de antemano, hacia los Campos Elíseos.
Contemplaba
a la vez los diferentes objetos que veía en mi derredor, y el gran movimiento continuo
de aquel paseo, cuando vi acercarse un ómnibus, distinguiéndose, entre los
muchos nombres que marcaban su carrera, el de Passy.
Recordó que en 1815 había
yo estado alojado allí con mi regimiento, y por consiguiente se me vinieron de repente
a la memoria las buenas gentes que me habían tratado como un individuo de su
familia.
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Campos Eliseos por Clemenceau Edouard Leon Cortes |
El
padre y la madre, dije para mí, puede que hayan muerto; pero no importa: quiero
volver a recorrer Passy, y reconocer la casa de mis patrones.
Hice
una señal con mi bastón, y el ómnibus se paró al momento: era uno de los más
pequeños, y son también en muy corto número, que tienen un asiento exterior;
dos segundos después me encontraba instalado junto al cochero.
He aquí el palacio del Presidente, me dijo señalándome con su látigo los
árboles que le rodean por la parte de los Campos Elíseos.
El
buen hombre había adivinado, sin que lo hablase una palabra, que yo era extranjero.
Un par de caballos tordos.
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tronco de caballos por Giovanni Boldini |
Mientras que mi Automedonte me ponía al corriente de todo cuanto se presentaba,
a nuestra vista, fijaron mi atención los cuadrúpedos que nos conducían. Era un par
de caballos tordos, pequeños y fornidos, de piernas cortas, cabeza pequeña como
la de los árabes, y pelo fino como el de los topos: y aunque, según mis ideas
inglesas, no correspondiese su talla al carruaje que conducían, al subir la
cuesta del paseo hubiérase dicho que el ómnibus obedecía su impulso fácilmente
y de perfecto acuerdo con ellos.
Completamente
libres en sus arneses podían fácilmente acercarse o alejarse de la lanza; y
aunque guiados con admirable maestría, las riendas pendían flojamente sobre sus
lomos. A medida que íbamos avanzando, ora aproximándonos a otro ómnibus, o de
una carreta, ora de cualquier otro punto difícil de adivinar, ya uno de los
caballos, ya ambos a la vez alzaban las orejas, relinchaban fuertemente, y
trotaban durante algunos minutos.
En
vez de mostrarse cansados recorriendo siempre el mismo camino, parecían
contentos como yo de ver cuánto pasaba junto á nosotros.
Díjome
el cochero que sus caballos pertenecían a una compañía, cuyas cuadras
principales se hallaban situadas á unos 100 metros de la barrera de Neuilly, donde
nos encontrábamos en aquel momento, y me instó fuertemente para que las viese»
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La barrera de Neuilly |
Dije
las gracias, me despedí de él y me dirigí paso a paso por el boulevard de la
izquierda hacía una puerta que me abrió una portera con gorra blanca en la
cabeza. Instruido, como estaba, por el cochero, la pregunté por
el picador.
—Entrad,
caballero, me dijo; adentro le encontrareis.
Me
adelanté, en vista de este permiso, hacia un gran patio cuadrado rodeado de
edificios, y vi un gran número de arneses colgados bajo un cobertizo situado
al exterior de una extensa cuadra: entonces se me acercó un hombre bastante
bien vestido, con largos bigotes, que me preguntó con mucha cortesía qué
quería.
Contóle
simplemente mi aventura.
—Nadie,
me respondió, puede visitar el establecimiento sin una orden, que obtendréis
fácilmente sin duda.
Y
para ayudarme á obtenerla escribió al momento en una hoja de mi cartera:
«A Mr.
Moreau, administrador general de la empresa de ómnibus, avenida de los Campos
Elíseos, 68» : Se le puede ver desde medio día hasta las cuatro de la
tarde.
Al
dar las doce me dirigí, según las señas indicadas, a casa de dicho Mr. Moreau,
el cual, después de examinar mi pasaporte, tuvo a bien darme la orden siguiente,
que copio literalmente , como una prueba de la buena educación de los franceses
hacia los extranjeros.
Caballerizas de la Estrella de la C.G.d'O.
«A Mr. Donault. jefe del
establecimiento de la Estrella, compañía general de ómnibus, calle
de Santo Toméis del Louvre,
6.
Mr.
Donault queda autorizado para dejar entrar en el establecimiento, para examinar
la manera de tener los caballos en las caballerizas &e… a Mr…, portador de
la presente.
París
30 de Abril de 1851— A. Moreau.»
Provisto
con esta carta, volví a subir la cuesta de los Campos Elíseos, y no tardé en
volverme a encontrar en el gran patio cuadrado y en presencia de Mr. Donault y
sus negros bigotes. Cuando le presenté el permiso, tomó una actitud grave y seria,
como hombre poseído de la dignidad de su empleo; pero después de leerla
rápidamente me dijo sonriendo, y con mucha afabilidad, que se creía muy feliz
en poder darme todas las noticias que le pidiese: y haciéndome una seña con la
mano para que le siguiese, me refirió que la empresa de la que dependía,
poseía, repartidos en seis establecimientos separados, 1500 caballos, de los
cuales tenía 300 a su cargo; que muchos de estos establecimientos no encerraban
más que caballos enteros; pero que él no contaba en el suyo mas que 150,
componiéndolo el resto de capones y de yeguas.
El
extenso edificio que se presentaba a mi vista se parecía mucho a un cuartel de
caballería; dividíase en 15 cuadras, largas cada una de 80 pies, que encerraba
20 caballos, 10 de cada lado, con ancho espacio entre ellos para la libre
circulación.
Desde
que entré en ellas me admiró la escena que pasaba ante mis ojos, y la absoluta
falta de mal olor.
De los 20 caballos de aquella división, la tercera parte se
hallaba trabajando. Los que quedaban, unos permanecían de pié, las ancas
vueltas al pesebre; otros comían paja fresca, y otros estaban acostados sobre
una cama ancha y mullida.
Uno
o dos se veían tendidos a lo largo, y uno de ellos levantó tranquilamente la
cabeza; pero no juzgándome sin duda digno de su atención, volvió a dejarla caer
al momento sobre la paja. Todavía vi otros dos que, acostados frente uno de otro,
se encontraban á los pies de otro vecino que iba a oler si les quedaba algo de
comida. Todos estaban gordos y muy limpios.
Pocas
cuadras he visto en Inglaterra donde las camas fueran mejores y los caballos
estuviesen tan bien alimentados y conservados. La razón es fácil de comprender.
Esta fila de quince cuadras, en vez de estar como en nuestros cuarteles de caballería,
separadas enteramente unas de otras con tabiques, no las dividen entre sí más
que unas verjas de madera de cerca de ocho pies de altura, lo cual permite que
el aire circule libremente, estableciéndose así una circulación de atmósfera
libre y sana. Además, las ventanas que hay de trecho en trecho, abiertas en las
paredes de ambos lados, regulan perfectamente los grados de calor y la temperatura
conveniente á cada división.
—Tenéis
tres grados más de lo que conviene, dijo Mr. Donault á un hombre vestido con una blusa y pantalón azules, que desde
que entramos en la cuadra no había cesado un momento de mirarme y escuchar con
avidez cuanto yo decía.
— Ah! exclamó este
moviendo la cabeza, ¿con que va á llover?
Principios generales de la gastronomía.
En la cuadra núm. 1 que
visitábamos en aquel momento, se encuentran los caballos atados dos a dos,
separados por una valla. Cada par de caballos recibe diariamente cinco
kilogramos (10 libras) de heno, ocho de paja y quince litros de grano: a esto se
añade en verano un litro de avena, y en los grandes calores, salvado dos veces
por semana.
En Inglaterra los
caballos de los ómnibus se alimentan invariablemente de avena y una mezcla de heno
mezclado con paja menuda: así se lo hice observar a 'Mr. Donault, que me respondió
que según los principios generales de la gastronomía, los caballos, lo mismo que
las personas, gustan de la variedad do alimentos. El heno les place, la avena les
alimenta y fortifica, y además comen la paja para entretenerse; esto les ocupa,
les distrae, y les impide el reñir.
Preguntóle en seguida
cuánta gente ocupaba en el servicio de las caballerizas para mantenerlas en aquel
estado de limpieza, y me respondió que un hombre bastaba para cuidar de diez
caballos, lo cual hace por consiguiente* dos palafreneros por cuadra. Hay
además otro que cuida de limpiar los arneses y los carruajes que le
corresponden.
Los Caballos de la C.G.d'O.
Pasamos en seguida a la
cuadra número 2, que considerada bajo el aspecto de la limpieza y ventilación, no
era más que una repetición dé la primera, no encerrando mas que caballos enteros divididos por pares,
que comían, dormían o iban enganchados juntos, sin separarse jamás, cada tronco
estaba separado de su vecino de derecha e izquierda por unas vallas móviles,
suspendidas por cuerdas pendientes del lecho, que caían un poco mas abajo de
los corvejones. Estos caballos, no tan solo gozaban de la salud más cabal, sino
que estaban perfectamente limpios, y con el pelo esquilado: por sus formas
parecían hechos expresamente para la clase de trabajo a que estaban destinados,
Generalmente son de baja talla, rellenos, piernas cortas y cabeza pequeña: la
compañía los compra por lo común en Normandía y Bélgica por 500 o 600 francos; pero
los mejores proceden del departamento de las Ardenas. En el momento que se
compran les graban en el cuello, recortando el pelo con unas tijeras, lo que
podría llamarse el nombre de bautismo.
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Caballo Ardanés en la cuadra de la CGO |
Si después de probarlo y
ensayarlo por cierto tiempo determinado se juzga que el caballo posee realmente
las cualidades que le ha atribuido el tratante o vendedor, se le pone el mismo
nombre con un hierro ardiendo sobre una de las piernas traseras, con la cifra
del año que ha sido comprado.
Esto no dejó de causarme
cierta sorpresa, y así se lo dije a Mr. Donault.
— Cómo, le pregunté: ¿tan
honrada y verídica es vuestra empresa que no quiere ocultar lo que las mujeres
y chalanes de Inglaterra tratan siempre de ocultar?
— Cuando la empresa, me
contestó mi conductor, ha señalado un caballo con su hierro, no se deshace de
él mientras le sirve.
— Pero, repuse yo al
mirar la marca que llevaba un caballo joven perfectamente mantenido, ¿no les conocéis
más que por su número, y no les "ponéis nombre alguno?
— Caballero, me replicó,
solo los conocemos por su número.
— Sí, sí, exclamó con
viveza y casi de mal humor el palafrenero de la blusa que nos acompañaba; yo
les doy á cada uno su nombre, como por ejemplo, á este le llamo Valiente, y á este otro Loco.
Apenas había acabado de
pronunciar estos nombres, cuando loco, sin causa aparente, irguió las orejas, movió la cabeza, paleó, y
relinchó fuertemente.
— ¡Hola! exclamó el palafrenero
acompañando su exclamación con un formidable juramento y levantando la vara,
¿qué tienes, pícaro viejo?
Loco no contestó, y abandonando la discusión sin motivo
alguno, tomó un aspecto resignado y tranquilo, se aceres; á su compañero, y
siguió comiendo con apetito.
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El caballo de enganche del Ómnibus
por Toulouse Lautrec. |
Todavía me ocupaba aquel
huracán tan repentinamente apaciguado, cuando al tañido de una campana vi los
10 caballos de un lado de la cuadra enderezar las orejas, escarbar el suelo,
mirar hacia atrás, manifestando con inequívocas señales su visa satisfacción, la
misma que, según habréis observado, lectores míos, se pinta en el semblante desfallecido
de los convidados al oír resonar la campana que llama a comer. En efecto, entró
el palafrenero a pocos momentos cargado con un gran saco de avena que arrojó al
suelo; pero apenas había echado algunos puñados sobre el harnero para limpiarla,
cuando los diez caballos empezaron á morderse unos á otros, relinchar v patear
con furor.
Entonces pregunté á Mr. Donault
por qué los demás caballos permanecían inmóviles. tan completamente
"¡Ah.!Murmuró el palafrenero
azul, porque saben muy bien que no es este saco para ellos.
Sin embargo, cinco
minutos después llegó el mismo cargado con su saco, y Loco y Valiente y sus demás compañeros se
entregaron entonces á las mismas demostraciones y movimientos que yo había
observado poco antes, tanto que fue preciso menudear los juramentos más
terribles para aquietarlos.
Nunca he visto comer con
tanta avidez.
Durante algún tiempo el
silencio solo fue interrumpido por el rumor natural de las quijadas, sin que
notase otro movimiento que el de las orejas cuando algún vecino sobrado
imprudente metía su hocico en la ración ajena. Pregunté á Mr. Donault si no reñían
acaso por la noche; pero su única contestación fue ensenarme un farol
suspendido del techo, diciéndome que dos palafreneros dormían constantemente en
cada cuadra.
Ved nuestras camas de
pluma allá abajo, me dijo mi satélite azul enseñándome la paja y un cuadro
suspendido de la pared a un extremo de la cuadra ¡Si voy ahí!.... exclamó
interrumpiéndose al ver que un caballo mordía á otro las crines.
¡A su sitio! dijo un
segundo a un par de caballos que acababan de relevar, humeándoles todavía la
piel y llenos de lodo: « ¡A su sitio!» y los obedientes corceles se dirigieron
a un sitio vacante donde se veían dos cabezadas de cuadra.
Enteros yeguas y capones.
— De las tres clases de
caballos que tenéis en vuestras cuadras, pregunté a Mr. Donault, ¿a cuál dais
la preferencia?
— A un cuando los caballos enteros, me respondió, se resfrían fácilmente, y son en general más delicados que los
otros, soportan mucho mejor las fatigas, y son por consiguiente aptos para correr
mayores distancias. Para las diligencias, por ejemplo, son más vivos y aguantan
más. Para los ómnibus que tienen que pararse con frecuencia son preferibles los
castrados por su carácter naturalmente calmoso y apacible; se fatigan menos y
duran por consiguiente mucho más tiempo— las yeguas se consideran como lo peor
de todo; y cuando lo dije que en Inglaterra se tenía sobre esto una opinión diametralmente
opuesta, me respondió que la costumbre en Bélgica y en el departamento de las
Ardenas era vender las yeguas llenas o preñadas para hacerlas aparecer como perfectamente
conservadas y robustas; pero que después de paridas sufrían una fuerte
calentura para la formación de la leche, a lo cual se seguía una grande debilidad
y postración.
Formación de Troncos.
Pregúntele también cómo
se gobernaba para acostumbrar a los caballos a vivir dos a dos, separados los
pares tan solo por una valla, y me respondió:
«Que al principio
trataban siempre de reñir, y aun se lanzaban por algunos días frecuentes coces,
y bocados; pero que después que se conocían a fondo acababan por ser íntimos
amigos.»
Desde que se conceptúa
útil un caballo rocíen comprado, y después de marcarle y pulirle, esto es, cortarle
las crines y los pelos de los labios y narices, y en fin, lavándole y dejándole
enteramente limpio, le disponen para recorrer todo París.
Tiénese buen cuidado,
añadió, á pesar de todo, de no cortarle las crines de la cola, que le son muy
útiles, no solo para aventar las moscas que les asedian, sino también las de su
inseparable compañero.
Se ha observado que los
caballos que llevan la cola cortada á la moda inglesa enflaquecen generalmente
en verano.
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Ómnibus en Pigalle por Giovanni Boldini |
Cuidado de las herraduras.
Todavía pregunté a Mr. Donault
qué significaban unos pequeños haces de paja que pendían de la cola de algunos caballos.
Díjome que los palafreneros al lavarles los cascos tenían orden de mirar si faltaba
algún clavo a las herraduras, y en aquel caso debían poner aquella señal: y de
este modo al girar la visita diaria el mariscal, sabía al momento lo que tenía
que hacer, sin necesidad de más. De esta disposición bien entendida resultaba que
la responsabilidad de cualquier deterioro en las herraduras no pesaba sobre el
mariscal, sino sobre el palafrenero.
Al acercarme a la fragua
oí al mariscal ocupado en herrar un caballo según el método francés, el mismo que
hacia 10 años vi que se seguía, el cual consiste en que el aprendiz u oficial
de herrador sostenga el pié del animal, mientras que el amo clava las
herraduras, finando les dije que en Inglaterra un hombre solo bastaba para esta
operación, amo y criado se miraron y se echaron a reír sin decir palabra. Las
herraduras francesas no son más pesadas que las inglesas; las cuatro pesan seis
libras; los clavos que penetran en el casco no describen sin embargo el mismo
ángulo que en Inglaterra: la cabeza se incrusta dentro de un agujero cuadrado,
de manera que el clavo, perfectamente unido con la herradura, se gasta muy
poco, pero por otra parte tampoco impide que el caballo resbale. Encima del encorvado
cuerpo del mariscal y su ayudante, observé suspendida de la fragua una gran
masa de rosas artificiales atadas con anchas cintas azules, blancas y
encarnadas; poro me dijeron que se habían colocado allí el día de San Eloy,
patrono de su oficio, y que allí debían permanecer hasta el mismo día del
siguiente año, que serian reemplazadas por otras nuevas.
Abrevado de los animales.
El establecimiento tiene
para su uso dos clases de agua; la primera sirve para limpiar las guarniciones o
arneses y los carruajes; la segunda, procedente del Sena, llena cada 24 horas
dos grandes pilas descubiertas donde beben los caballos tres veces al día: tiénese
sin embargo mucho cuidado en no darles de beber antes que trascurran dos horas
después de concluido su trabajo.
La Menescalia.
En la enfermería encontré
un cirujano veterinario con espeso bigote blanco, en mangas de camisa, y un
delantal en la cintura, ocupado atentamente en hacer tragar a un caballo
enfermo una gran cantidad de infusión de salvado, mientras que su ayudante le
sujetaba por el lado opuesto. El pobre animal, atado a una argolla colocada en
la pared, tenia puesto en el labio superior un lazo corredizo, que un segundo
ayudante sujetaba con gran fuerza; de manera, que obligándole a levantar la
cabeza, facilitaba en gran manera el que se le pudiese introducir la medicina.
A decir verdad, el pobre caballo no oponía resistencia alguna a tan cruel tortura. No pudiendo
yo hacer más que ofrecerle mis sinceros deseos por su pronta y completa curación,
me alejó de allí, acompañado siempre de mi inseparable guía, hacia un gran
edificio de cinco pisos, en cada uno de los cuales vi apiladas hasta una altura
de cuatro o cinco metros grandes provisiones de avena negra y blanca. Calculé
que con ellas había bastante para más de un año, por lo menos.
Es tan ventilado aquel edificio,
que nada más que con el cuidado ordinario, creo que podría conservarse aquel
genero diez años cabales. No lejos de allí y bajo un cobertizo vi gran
provisión de heno, dispuesto ya en haces para servir de pasto.
Tal es el establecimiento
de los caballos de los ómnibus, situado al Oeste de París. Gracias al celo infatigable
de los Señores. Donault y Moreau, la existencia de los caballos confiados a su
cuidado es una mezcla de trabajo y bienestar. Sus caballerizas están tan limpias,
y resguardadas; las guarniciones les incomodan tan poco; el aire que respiran
es tan sano, y son tan diferentes los objetos que ocupan su atención, que
relinchan alegremente á cada paso, de manera que los creo más felices cuando
andan que en sus mismas cuadras reposando. Es verdad que no corren tanto como
los caballos de los ómnibus de Londres: en París se creería que el hombre aprecia
el tiempo en algo más de lo que vale en sí, si fatigara los corceles creados
especialmente para su goce y felicidad más de lo regular y conveniente. No
trato por eso de criticar la velocidad de los carruajes ingleses; pero creo que
el público, si quiere aprovecharla, no la obtendrá nunca sino cuidando mucho á
los caballos, dándoles de beber buen agua, y exquisito forraje, puesto que
tiene un deber imprescindible de tratarlos bien y. economizar lo posible su
carácter dócil y sumiso.
Convencido do esta
moralidad, di las más expresivas gracias por sus atenciones a Mr. Donault que
me entregó al despedirse una carta de introducción para el fabricante de los
ómnibus de la empresa, y otra para el director del gran establecimiento de caballos
de la misma, situado cerca de la barrera de Charenton.
Saludé a Mr. Donault, y
guiado por uno de sus criados me encontré al momento junto a una gran puerta sobre
la cual se leía la inscripción siguiente:
Empresa general de
ómnibus.
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'Día de lluvia' por Upiano Checa (Tranvías de la compañía General de Ómnibus |
[Se concluirá.}